Se sintió rabiar, cada palabra que le entraba por un oído era material para gritar a todo pulmón. Y lo peor de todo es que él seguía hablando, subiendo el tono de voz y aumentando la presión y la tensión del lugar.
Se levantó de golpe y salió entre pisoteadas al jardín, regalando un portazo al salir. Ya afuera, gritó... gritó con todas sus fuerzas, sintiendo como la saliva salía de su boca y se le desgarraba la garganta. Gruesas lágrimas le brotaron de los ojos, de coraje puro. Tanta idiotez soportada le hizo temblar y jadear que hasta la cabeza le comenzó a pulsar y todo le daba vueltas.
Fue entonces que se dio cuenta que debía tranquilizarse.