Antes de poder describir una introducción lo suficientemente agonizante, debo advertirte:
Estoy muerta.
Sí, quizá no te sorprenda, pero la forma en la que morí sí lo hará.
Morí de una manera muy peculiar, con mucho dolor, con una agonía palpitante, con el corazón desgarrado; como si cualquier humano me hubiera atravesado y hubiera estrujado mi corazón con unas manos llenas de venganza y rencor hasta hacerlo caer moribundo por el suelo, para luego patearlo como si de una roca se tratase.
Aunque hablé muy hipotéticamente, así pasó. Así me mataste.
Con cada gesto que hacías, con cada caricia que le proporcionabas, con cada risa y con cada enojo, hacías de mi alma una calvario de pena y tristeza. Mientras le enredabas los dedos en ese fino cabello y se lo revolvías haciéndolo reír como un niño yo me quedaba en una penumbra eterna memorizando frases para dejar de sufrir.
Como mujer y como amiga te dejé hacerlo, no me opuse ante ustedes, no hice nada; pensando en que tú no me olvidarías, que tú no me darías la espalda, confié en ti.
Quise pensar que somos humanos, cometemos errores, nos perdonamos y olvidamos con tal de vivir un unión pacífica. Lástima que somos humanos, muchos no perdonamos, muchos no olvidamos; tú quebrantaste nuestro lazo y no te retuviste por mí.
Mientras mis lágrimas corrían por mis mejillas y mi estómago daba un vuelco, te vi tomárle la mano, te vi juntar sus labios en un beso cargado de pasión, algunos completos de amor y otros llenos de gracia. Y aún cuando traté de ser fuerte, traté de desconocerte, me arrinconé y me dejé masacrar por tu manos.
Es por eso que cada vez que te veo, me desgarras los miembros uno por uno, me matas a cada segundo. Y no parece importarte.
Morí a manos tuyas.